jueves, 22 de diciembre de 2011

La misión más noble: enseñar a leer y escribir


En el  50 aniversario de la Campaña de Alfabetización

A medio siglo de una de las victorias más trascendentales de la Revolución Cubana, la declaración de la Isla como Territorio Libre de Analfabetismo, las anécdotas parecen tomadas de alguna historia de ficción, pero los hechos delatan todo el humanismo que impulsaba la Campaña

Por Liudmila Peña Herrera (blog Poesía de Isla). En La Habana, la Plaza ardía en emociones compartidas: las manos, una misma ovación; los labios, un mismo nombre, y las miradas se fundían en un solo ser. “¡Adelante, compañeros…!”, impulsaba el líder investido con el traje de todo un pueblo victorioso. “¡(…) a hacerse maestro, a hacerse técnico, a hacerse médico, a hacerse ingeniero, a hacerse intelectuales revolucionarios!”, iluminaba Fidel en medio de miles de aplausos.
Entre la multitud de jóvenes que lo escuchaban enardecidos, ni Mariana, Martha, María Julia, Orestes, Amalia o tantos otros adolescentes, jóvenes y adultos, conocían de las experiencias de los compañeros que estaban a su lado; pero la victoria en una lucha común los juntaba. Fidel hablaba y ellos veían ondear la inmensa bandera roja de franja blanca y letras azules que proclamaba el cumplimiento de un sueño y la esperanza de un futuro mejor para Cuba.
Apenas una semana atrás, los holguineros habían marchado jubilosos hasta el parque Calixto García, en celebración indescriptible por el fin del analfabetismo. Días antes, Martha Martínez había abrazado, con la promesa de volver, a los niños de la escuelita de Clara Diosa, en el mismo corazón de las montañas de La Lima, sitio ubicado en el límite entre Alto Songo y Mayarí Arriba.

La Campaña de Alfabetización había terminado, pero la muchacha de 17 años aún se sentía unida por raíces vigorosas a la tierra donde los cafetales son más altos y la gente más humilde. “Mayestra, mayestra, ya sé escribir mi nombre, ya no tengo que poner el dedo”, le gritaba el viejo haitiano y los ojos le alumbraban el rostro de ébano.
Durante un año aproximadamente, la joven maestra voluntaria había logrado fundar la primera escuela de Clara Diosa (un ranchito de guano y piso de tierra donado por un campesino), enseñar a leer y escribir a cerca de 20 niños, alfabetizar a jóvenes y adultos y asesorar a los diez brigadistas que llegaron al lugar tiempo después.
Aproximadamente cien kilómetros abajo, en dirección oeste, María Julia Guerra recorría el reparto Harlem, de Holguín, junto a su hermana Idalmis (Mimí), de seis años (quien hacía las veces de “damita de compañía”), orientando a los alfabetizadores populares, verificando el avance de los alumnos, precisando hasta los últimos detalles de la Campaña en la zona de su responsabilidad, al tiempo que enseñaba un nuevo mundo de letras a Diego Cabrera. Y cuando era necesario, también impulsaba excursiones, juegos tradicionales y repasaba a los niños de la escuelita de Güirabo, quienes, como el resto de los escolares de todo el país, continuaban asistiendo a los colegios –aun cuando se había suspendido el curso escolar– como parte de un plan vacacional apoyado por la FMC.
En la casa, mientras tanto, su madre, Victoria Ávila, recibía la carta de Adelma Urquiza, una de las alumnas de su hijo Orestes, quien alfabetizaba en el otro extremo de la Isla: “Señora: No se preocupe, yo no lo dejo montar a caballo, ni salir solo al pueblo y donde está ese peligro él no va”, decía refiriéndose a la zona donde había contrarrevolucionarios alzados.
El hogar, sin el vástago ausente, no era una cama vacía, un puesto menos a la mesa, un consejo quieto en los labios: la morada de los Guerra Ávila tenía un hijo brigadista en Remate de Guane, Cabo de San Antonio, pero le llegaban muchachos provenientes de varias partes de Cuba a almorzar, a prepararse para ser reubicados en otras zonas de Holguín, a pernoctar bajo su techo.
Hasta allí transportaron cajas de espejuelos que posibilitarían mejorar la visión de los necesitados de otra luz para distinguir el mañana que se avizoraba en Cuba. En Holguín, también tres de sus hijas se habían convertido en alfabetizadoras populares.
 “¿No quiere socialismo el imperialismo? ¡Pues bien, le daremos tres tazas de socialismo!”, decía Fidel y el auditorio aplaudía entusiasmado. En la multitud de la Plaza de la Revolución, quizá Orestes recordara el inicio de todo, cuando el holguinero teatro Infante –lugar escogido para dar instrucciones sobre la Campaña en ciernes– era un local en ebullición, a punto de explotar en el instante justo en que el cura Santiago, al frente de la escuela de “los Maristas”, ordenaba abandonar la sala a todos sus estudiantes, apoyado por los representantes del colegio de monjas “Lestonnac”.
“Cinco estudiantes, dos niñas y tres varones de los colegios Lestonnac y Maristas se quedaron y hablaron en el acto, diciendo que preferían ser expulsados del Colegio antes de ponerse frente al pueblo”, informaba el periódico local Surco horas más tarde.
Los adolescentes, impecables y disciplinados, se fueron levantando poco a poco, al mandato de sus maestros, aunque muchos creían justo ayudar a la Revolución (luego algunos formarían parte de la Campaña). Jorge Treto también se paró, como impulsado por algún resorte de su pensamiento; pero en lugar de continuar puertas afuera, subió a la tribuna y dio su disposición de alfabetizar. El hecho mostraba la presión ideológica y las pugnas entre acomodados y pobres que todavía se desarrollaban dentro de la sociedad holguinera.
Poco tiempo después, Jorge Treto y su novia Mariana Pupo, de once y doce años de edad, respectivamente, regresaban del curso preparatorio en Varadero y marchaban, cartilla, manual y farol en mano, a llevar el conocimiento hasta el Cuartón de la Cuaba, en la zona de Mayabe.
Allí aprenderían de la pobreza y la desigualdad heredadas de los gobiernos anteriores, gozarían del sudor del trabajo bajo el sol y lo límpido del aire del campo, aprenderían a ahorrar prestándose los faroles, a caminar sobre la tierra recién arada y a correr delante de un toro furioso, poco creyente en campañas ni alfabetización.
Más allá de Holguín, en el barrio de Rey, municipio de San Germán, Amalia Ricardo guiaba las manos de María Gomila, la buena anciana que le brindó cobija y hogar, en combate abierto contra la ignorancia. Mientras, a poca distancia de allí, elementos desafectos con la Campaña llenaban de letreros la escuela. “Aquí no te queremos, brigadista”, escribían, pero “Amalita” no desistió ni siquiera cuando en una triste noche le informaron del asesinato de Manuel Ascunce.
Para Ariel Riverón, joven campesino corto en palabras pero noble revolucionario, también llegó su momento. El Cuartón La Demajagua, perteneciente a Gibara, fue testigo de su empeño por enseñar a leer en las tardes a su tía Celia, mientras las noches estaban dedicadas a los esposos Isael y Juana, en el barrio de Los Lazos, donde él vivía. “Compay, léame estos rezos paʼ yo aprendérmelos”, pedía Isael para asistir mejor preparado al templo espiritista. Y Ariel leía, aunque no creyera ni una letra de lo que decían aquellas oraciones, porque era la mejor motivación que tenía aquel campesino para aprender a leer después con la cartilla y el manual.
En Holguín la Campaña avanzaba. El periódico Surco daba partes sistemáticos:“Será liquidado el analfabetismo en la población penal”, “Celebran un carnaval en Mayarí en beneficio de la alfabetización”, “Se convocó a un baile en beneficio de la alfabetización, en el barrio de Alcalá”, “¡Coopera entregando pizarras y tizas!”, eran algunos de los titulares.
El pueblo se unía al mayor proyecto de masas conocido hasta entonces: algunos donaban joyas, útiles escolares; varios estomatólogos prestaban servicios gratuitos a los alfabetizadores; otros convertían sus casas en aulas; salones de bailes y centros espiritistas mutaron a escuelas temporales… La luz del conocimiento se abría paso entre los holguineros y dejaba su estela.
Faltaban cuatro meses para que finalizara el año y aún quedaba mucho por hacer. Fue así que Fidel, en la clausura de la Plenaria Nacional Obrera de Alfabetización, anunció:“Nosotros sabemos que movilizando a la clase obrera, le damos ya a la Campaña el aporte final que necesita”.
Entonces agruparon filas los obreros y se organizaron como brigadistas Patria o Muerte, oportunidad que aprovechó Ezequiel Hernández para, desde su propio centro laboral, contribuir con la noble tarea de la Revolución. Cinco trabajadores de la Empresa de carga por carretera serían sus alumnos, hombres que durante toda una jornada se echaban los sacos de arroz a la espalda, pero después de la cinco de la tarde convertían el cansancio en entusiasmo para desterrar definitivamente el analfabetismo de sus vidas.
 “¡Fidel, Fidel, dinos qué otra cosa tenemos que hacer!”, salían, como poemas, las palabras del pueblo reunido en la Plaza. Y mientras levantaban lápices, baderas, cartillas y manuales, en símbolo de unión indestructible, pasaban volando por la imaginación los momentos felices de las manos inexpertas en los primeros trazos, las nostalgias por la familia ausente, el dolor terrible por los asesinados, las proezas de Girón, la inimaginable aventura de aprender de la sencillez ajena, el sacrificio de obreros y campesinos, el golpe de los traidores, el apoyo de todos cuantos pensaron más en el mejoramiento humano que en el beneficio personal.
“Estudiar, estudiar y estudiar”, contestaba Fidel abriendo, desde el justo final de aquella historia, otro nuevo camino hacia la superación de las potencialidades humanas de su pueblo. En aquel momento, solo había que abrir los ojos, contar con Cuba y los sueños se hacían realidad.


Tomado del blog Poesía de Isla, de Liudmila Peña Herrera


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