miércoles, 11 de junio de 2014

Cuba: Vivir en un país "normal"



Por Ana María Radaelli*

   Oscuros amanuenses y escribientes de nombradía, tontos de capirote y muy ilustrados aspirantes al consumismo incontinente del capitalismo globocolonizador, al decir de Frey Betto, se dan la mano para repetir hasta el hartazgo una frasecita que de inocente nada tiene: “Me gustaría que Cuba fuera un país normal”. “Yo quiero vivir en un país normal, y Cuba no lo es”, ya suspirando “Anhelo la normalidad. Un país que sea normal”, ya perentorios: ¡“Cuba tiene que acabar de ser normal”!
   Déjenme contarles que yo nací en un país al parecer del todo normal. Guardo, por ejemplo, de mi cumpleaños número quince, con inmejorable nitidez, la imagen de Buenos Aires, Plaza de Mayo, para ser exacta, bombardeada en plena mañana, de ómnibus destripados con su gente adentro destripada, la de la Revolución Libertadora y su ¡Viva Cristo Rey!, ¡Venceremos!, a punta de tanques y bayoneta, la que ocultaba prolijamente fusilamientos y fusilados en solares yermos y basurales, una gran Operación Masacre como preámbulo del país que se iba gestando.
   El país del golpe de Estado de 1976 y sus 30 000 desaparecidos, país del Miedo y el Espanto, de los frenazos de Ford Falcon en noches de cacería, de pozos y chupaderos y maternidades clandestinas y bebés robados y vuelos de la muerte y tumbas NN sin fin y Operación Cóndor… País prolijamente limpiado, como muchos otros, para entronizar a Su Ilustrísima Majestad: la Sociedad de Mercado Neoliberal. Y así nos fue.
   Déjenme contarles también que yo llegué a Cuba en 1969, y me encontré con un país
rayano en el surrealismo. Y es que a la muy joven Revolución Socialista no le quedaba otro camino que dedicar todos sus esfuerzos, que no eran pocos, y su economía, que era magra –ya el bloqueo hacía estragos--, en asegurar la defensa de lo conquistado a precio de sangre derramada en la sierra y en el llano, mientras yo añoraba, tontamente, a la hora del desayuno, una taza de café con leche y un trozo de pan untado de mantequilla, qué locura.

Solo en el año de mi llegada, se verificaron los siguientes actos terroristas: **
   Incendio en el centro comercial de Pina, Morón, provincia de Camagüey; los autores resultaron detenidos. Explosión de una granada norteamericana de fragmentación en una casa donde se encontraba el contrarrevolucionario Alejandro Blay Martínez, quien preparaba la ejecución de planes contra la zafra de 1970. El hecho produjo la muerte de tres niños e hirió a un cuarto.
   Infiltración, en la provincia de Oriente, de varios agentes de la CIA encabezados por Amancio Mosquera, alias Yarey, quien fue capturado. Explosión de una bomba frente al Consulado General de Cuba en Montreal, Canadá. Secuestro de un avión MIG-17, que aterrizó en el aeropuerto de Homestead, en la Florida.
   En el año siguiente, 1970, se recrudecen los sabotajes en el sector azucarero, se producen nuevos desembarcos mercenarios, se multiplican los ataques y secuestros de pescadores con sus embarcaciones... Largo sería el inventario. Y las embestidas siguieron, siguen, se repiten, cambian de escenario, ahora es el digital, pero el guión ¡es el mismo!
   En fin, que desde entonces y hasta el sol de hoy, mi vida, al igual que la de todos los cubanos, ha transcurrido bajo el signo del acoso sin tregua y la también sin tregua agresión criminal.
   Atesoro, sin embargo, de aquellos años inaugurales, algo que se parece mucho a la nostalgia, cuando las guardias interminables y los trabajos voluntarios en el campo o en la construcción y las movilizaciones y las convocatorias a la Plaza con Fidel refrendaban con júbilo el amor compartido y nuestras certezas inconmovibles, aunque solo tuviéramos dos mudas de ropa, y que el café con leche, pan y mantequilla ya no fuesen ni recuerdo.
   Pero volviendo al tema. De algo sí puedo estar segura: Oriunda de esta orilla que me tocó en suerte, y a cuánta honra, yo no quiero vivir en un país del Mundo Primero donde lo normal sea, por ejemplo, que la extrema derecha arrase en las urnas y el fascismo cotidiano capee por sus respetos, donde los inmigrantes, llegados de sus esquilmadas ex colonias, sean tratados como bestias, donde el desempleo y los desalojos reduzcan a la miseria a miles y miles de seres humanos que, en muchísimos casos, buscan escape en el suicidio, mientras las drogas y la violencia generan sociedades cada día más enfermas.
   Tampoco quiero vivir en uno de esos países ”normales” del Mundo Tercero donde el FMI impone sus políticas de hambre y miseria, con sus ciudades capitales de torres encristaladas, boutiques y shopping–centers delirantes, monstruosos hipermercados y boîtes de nuit y farándula del jet set y Jockey Club y restaurantes principescos y limusinas y countries y condominios enjaulados y City de magnates y ejecutivos, a pocos pasos de los muertos de hambre y de frío, de chicos flacos, sucios y andrajosos, pies descalzos también en pleno invierno, buscando en la basura algo que comer, ciudades de viejitos y viejitas apiñaditos para darse un algo de calor, también hombres solos, niños solos, o mujeres con niños de brazos, envueltos en papel de diario, durmiendo en zaguanes y veredas, inermes, desahuciados, niños-viejos esclavitos agrícolas, o textiles o sexuales, países “normales” donde la tala de bosques originarios despojan a los pueblos de su bien más preciado: la tierra, esa que la sojización made in Monsanto envenena, con una atroz secuela de enfermedades letales, el cáncer por ejemplo, o donde la minería a cielo abierto deja a su paso destrucción y muerte. Y mucho menos en ex países de la bella Europa cuyos gobiernos han caído al nivel de consulado gringo.
   Quiero vivir en un país tan “anormal” como para haber hecho, hace más de 50 años, la primera revolución cultural en América Latina, que arranca con la alfabetización y hace que hoy decenas de miles de maestros y de médicos cubanos anden por el mundo repartiendo saber y vida, y no balas y bombas.
  Tan “anormal” como para darse el lujo de tener una escuela, con su maestro y su computadora, en pleno corazón de intricadas serranías… para un solo niño, poco importa que sea blanco o negro. Es decir, tan “anormal” como para no tener un solo niño-limpiaparabrisas, hambreado y harapiento, jugándose la vida, por una moneda, en un semáforo cualquiera.
   Un país tan “anormal” como para tener una tasa de mortalidad infantil inferior a la de los Estados Unidos, como para hacer un trasplante de corazón, o de riñón o un tratamiento de hemodiálisis, por ejemplo, sin mediar un centavo, y mucho menos consideraciones de tipo político o religioso o racial, por supuesto.
   Tan” anormal” como para hacernos creer, con pruebas al canto, que somos todos nosotros los protagonistas de nuestra propia historia. ¿De qué “normalidad” se nos habla? Al respecto, el intelectual cubano Enrique Ubieta escribe: “Cuando dicen que seamos normales, ¿qué quieren decir con eso? Lo normal en el mundo es el consumismo, lo normal en el mundo son las leyes bravas del mercado y yo no quiero ser normal. Yo no quisiera que este país retrocediera. Creo que la gran victoria de Cuba es no ser normal en un mundo donde la injusticia social y la indiferencia ante ella son normales”.
   Por su parte, Fernando Martínez Heredia, Premio Nacional de Ciencias Sociales, refiriéndose al tema, señala: “En el fondo, esa supuesta normalidad es la de la vida y las relaciones sociales que regían antes de la Revolución. Eso es lo que pretende el conservatismo social en la Cuba actual: que volvamos a lo normal y que cada cual se dé su lugar. Es decir, que la sociedad que hemos creado se suicide”.
   Hace poco escribí: Junto a este pueblo he vivido momentos felices y luctuosos, soportados agresiones y bloqueo, guerra bacteriológica, trastadas pavorosas de madre naturaleza y un periodo especial que cada cual lleva cosido a la piel, por duro, terrible, cuántas veces desesperante, que sacó de nosotros lo mejor y también lo peor. Sobrevivir habiendo salvaguardado las conquistas de la Revolución, es para muchos orgullo mayor. Sinceramente lo digo: No conozco sociedad alguna capaz de hazaña semejante.

¿Acaso no sería un suicidio renunciar a tanta proeza junta?
   Porque, en definitiva, no es otra cosa la que el enemigo reclama. Un suicidio colectivo. La carbonización de nuestros sueños, la inmolación de nuestra soberanía, esa que hace de Cuba paradigma de bravura y osadía. Que la desmemoria nos mute en zombis para, simplemente, volver a ser ¿un país? “normal”. ¿Cómo Puerto Rico, por ejemplo?


*Ana María Radaelli - Periodista y narradora argentina radicada en Cuba.





**Tomado del libro Agresiones de Estados Unidos a Cuba revolucionaria. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1989.

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